Anacleto es un directivo cuyo único poder radica en recordar constantemente su título, vacío de contenido real. Bajo su mando, la disfuncionalidad se convierte en norma, y la mediocridad reina. No hay visión clara, ni dirección, solo el eco de sus decisiones erráticas.
Los profesionales más valiosos huyen de Anacleto, quien se siente amenazado por el talento ajeno. En lugar de reconocer el potencial en su equipo, lo reprime. Prefiere rodearse de rimbombantes directores de área, igualmente incapaces pero aduladores, que perpetúan su ciclo de incompetencia. Su incapacidad de establecer estrategias claras y basadas en criterios económicos se traduce en caos constante. Quienes realmente tratan de impulsar el negocio luchan por sobrevivir entre cambios de prioridades repentinos, proyectos estancados y una crónica falta de recursos.
Las eternas reuniones de dirección son el escenario favorito de Anacleto. En ellas, con aires de grandeza petulante, se discute un futuro utópico y cada vez más lejano, mientras se ignoran las urgencias que asfixian a la organización. Para él, la estrategia no va más allá de mantener su ficticia posición de poder y disfrutar de los privilegios asociados, como conducir el último modelo de coche alemán. Mientras tanto, el barco que él debería capitanear se hunde sin remedio.
Cada oportunidad de negocio que llega a manos de Anacleto se convierte rápidamente en un pasivo para la empresa. Su falta de previsión y arrogancia hacen que el potencial se pierda en decisiones miopes y egoístas. La empresa, que alguna vez tuvo futuro, se encamina hacia la ruina inevitable. Pero el orgullo de Anacleto, alimentado por años de autocomplacencia, le impide ver más allá de sus errores.
La espiral descendente en la que se encuentra parece no tener fin. Ante su incapacidad para corregir el rumbo, Anacleto solo encuentra consuelo en engañar al próximo socio incauto que confíe en su fachada. Sin embargo, aquellos contactos que alguna vez lo respaldaron, ahora lo evitan. Su reputación, una vez irrecuperable, se ha convertido en una carga de la que todos quieren desmarcarse.
Anacleto es el ejemplo perfecto de un directivo disfuncional: ineficaz, arrogante y tóxico.
No seas como Anacleto.